miércoles, 4 de marzo de 2009

La belleza de la muerte



Dudo que alguien entre mucho por este blog, pero desde luego la escena que voy a poner hoy no ayuda mucho a fidelizar seguidores, je je. Pero bueno, como este blog es personal, pues eso, que si aguantas la escena completa eres un campeón. Que no, pues por lo menos te pediría que si entras por primera vez, le des oportunidad a otras entradas que he ido posteando.

La escena corresponde a Muerte en Venecia de Visconti, película en sí más lenta que un rally de mejillones. Pero es que a mí me gustan las pelis lentas, qué se le va a hacer.

La película narra la obsesión de un aristócrata por un joven al que encuentra casualmente en la ciudad de los canales. Una primera lectura tosca de la película podría llevarnos a decir que trata acerca de un homosexual que se enamora de un menor (uhm, qué políticamente incorrecto, ¿verdad?). Pero es que no va de eso. La peli creo que hay que verla como la historia de una persona que ha pasado su vida obsesionado con la búsqueda de la belleza, ya sea en la música, en el arte en general, en la personas, y que descubre por fin en plena epidemia de cólera azotando Venecia – la causa de su muerte- lo que ha estado buscando toda su vida. Lo de menos es que lo encuentre representado en un chico, una chica o un marciano. El caso es que esta película personifica más que ninguna otra el amor platónico: la búsqueda de esa belleza más espiritual que física, más producto de nuestra imaginación que de la realidad en sí.

Pero como veo que se me empieza a ir la pinza con temas demasiado filosóficos, dejo la escena para el que tenga paciencia de aguantarla. Eso sí, si lo haces, hazlo poniéndote en el contexto que te he explicado, porque solo así podrás dejarte transportar por la maravillosa música de Mahler que acompaña la escena; por la imagen del protagonista agonizando, mientras el tinte de su pelo se escurre por una cara ridículamente maquillada de blanco, a la vez que observa por última vez esa belleza representada en el joven Tadzio entrando en el agua del mar, con un sol radiante de fondo. Y fíjate en ese plano general de la playa con el que acaba la película, que a mí personalmente me impresionó cuando lo vi.

En esta era que nos está tocando vivir, más propia de la fugacidad, de la impaciencia, donde se premia más el contar una historia en cuantos menos segundos mejor; resulta a veces bueno relajarse y pararse a contemplar con calma la belleza de lo que nos rodea, aunque para ello perdamos 4 minutos como los que dura la escena de hoy. Si he conseguido convencerte y lo has hecho, me doy la enhorabuena por ello. Y si encima te ha gustado, ya ni te cuento.

martes, 3 de marzo de 2009

Al otro lado del espejo


Creo que ya toca una escena para reírnos un rato. Al fin y al cabo, ése el mejor estado del ser humano, aparte del de borracho (lástima de efectos secundarios). Y la escena que he elegido para ello corresponde a Sopa de Ganso, de los Hermanos Marx.

Tampoco la voy a comentar mucho, porque el único propósito es descubrírsela al marciano que aún no la haya visto, y hacérsela recordar al que ya la haya disfrutado en su día. Sea cual sea tu caso, te garantizo que acabas con una sonrisa en la boca.

Por poner en antecedentes la escena, Groucho es Groucho y su doble en la escena es Harpo, el mudo, que se está haciendo pasar por él en ese momento de la película. Para mí, los tres eran unos putos genios, pero este último, el mayor crack cómico de todos los tiempos. Creo que leí por ahí que también era el favorito de Dalí, por aquello de que veía en él representado el surrealismo en el mundo del humor. Y es que dentro de la escena hay un momento (exactamente el minuto 1:40 del video que he colgado) en el cual existe ese toque surrealista de lo genialmente absurdo que a mí particularmente me encanta: el momento del giro completo de uno frente al imaginario espejo, y el otro quedándose totalmente quieto ante la imposibilidad de que le descubra por el hecho de haberse dado la vuelta, acabando en la misma postura, hace que me descojone vivo cada vez que vuelvo a ver la escena.






Fijaos también que la escena es tan buena, que los tíos hacen lo que quieren con ella: que quieren demostrarte lo buenos que son como mimos, lo hacen (el comienzo de la escena hace dudar realmente de si usan un espejo de verdad), que quieren sorprender y engañar al típico listillo que se adelanta a lo que va a pasar, pues también lo hacen (maravillosa de nuevo la parte final donde Harpo lleva un sombrero de copa negro que crees va a ser el motivo de que el otro se dé cuenta y de repente saca de la otra mano el mismo sombrero blanco que el Groucho de verdad). No sé, geniales, los mires por donde los mires. Y eso que en la escena faltaba el otro, Chico (lástima que los que no sabemos inglés nos perdamos gran parte de su humor, pues su papel dentro del grupo se basaba en los juegos de palabras, imposibles de traducir a nuestro idioma en el proceso de doblaje).

Evidentemente hay escenas más famosas en sus películas, como las del camarote, la del puesto de perritos (en esta misma película), la de "más madera"... pero a mí, ésta me parece la mejor. Hace poco, la catalogué como la mejor escena de la historia del cine. Pfff, no sé, pero ahora después de volver a verla, me reafirmo en ello. Porque al fin y al cabo, ¿qué mejor cosa hay en esta vida que reírnos un rato?

lunes, 2 de marzo de 2009

The Searchers

Cuando Ethan marchó a luchar como un soldado más del ejército Confederado abandonó mucho más que su hogar. Abandonó a Martha. Aquella persona por la que suspiraba todas las noches y con la que había vivido los días y noches más maravillosos de su vida.

Ethan era un tipo duro, incapaz de mostrar sentimientos y por eso, sólo se arrepentía de no confesarle nunca a Martha que la quería. Si tal vez lo hubiese hecho, hubiera descubierto que ella también le correspondía. Pero entonces vino la maldita guerra. Y en su ausencia, Martha se casó con el hermano de Ethan con quien tuvo varios hijos. A pesar de todo, tanto Ethan, en el campo de batalla, como Martha, en aquel maldito rancho del Monument Valley, rodeado de montañas desiertas e indios apaches, se seguían recordando el uno al otro, como sólo se recuerdan aquellos amores que te marcan para toda la vida.

Todo esto nunca lo llegamos a ver en Centauros del Desierto, la que para Steven Spielberg es “la mejor película de todos los tiempos”. El film comienza con la llegada de Ethan al rancho donde vive Martha con su familia, tras eternos años de ausencia vagando solo por el Oeste americano. Pero esta historia es la que siempre he imaginado que pasó entre Ethan Edwards (John Wayne) y su cuñada Martha.

Lo que he contado, de manera bastante torpe por cierto, en dos párrafos, John Ford nos hace imaginarlo en tan sólo un minuto al comienzo del film mediante imágenes y apenas diálogo. Qué grande.

Sin embargo, mi escena favorita no se encuentra en estos primeros minutos. Ni siquiera es la famosa escena final tantas veces ensalzada como una de las mejores escenas de la historia del cine. Obviamente, mi escena tiene que ver con la historia de amor prohibido entre Ethan y su cuñada Martha. Y como todo amor prohibido, la escena transcurre en silencio, con la melodía del tema de amor de ambos personajes de fondo, tema que por cierto creo que ya no se repite más que una vez más adelante en el film, dada la naturaleza trágica de lo que acontece más adelante y que no destriparé para quién no haya visto la película.

La verdadera fuerza dramática de la escena la proporciona la presencia de otro personaje, el del reverendo, capitán del destacamento Ranger que se organiza contra los indios, que tras observar el modo en que Martha acaricia la ropa de Ethan antes de entregársela a éste, opta por apurar su taza de café con la mirada perdida al horizonte, dejando a los dos amantes que vivan durante unos segundos más su particular historia. La última mirada de Martha al reverendo, temerosa de que descubra sus verdaderos sentimientos (recordemos que están en la casa del hermano de Ethan), y la pasividad intencionada del mismo consintiendo ese momento (recordemos la naturaleza religiosa de su profesión) dan una belleza a la escena, que me maravilló desde el primer momento en que la vi.

En todas las películas de John Ford que he visto, siempre se esconden escenas como ésta. Escenas que detienen durante breves segundos el discurrir argumental de la película, para pararse a mostrar el sentir de uno o varios personajes, profundizando en sus propias historias personales, haciéndolos más vivos si cabe más allá de la película. Es una pena que la mayoría de las personas que les gusta el cine con las que me he cruzado tengan alergia a las películas del Oeste, y por tanto se pierdan gran parte de la obra de este genio irlandés. Realmente no saben lo que se pierden.

Dicen que es el director clásico por excelencia. Aquel que únicamente dejaba su cámara fija en un sitio y dejaba que pasasen las cosas de forma natural. Su única pretensión era contar historias sin que se notase su mano mediante complicados giros de cámara o colocaciones de la misma en lugares imposibles que hiciesen decir al espectador “¡Qué bueno es este tío dirigiendo películas!”. No. Él no quería ser el mejor director de la historia del cine. Y sin embargo, sin darse cuenta, lo consiguió. Entendió como ningún otro que el cine antes que nada es entretenimiento, y a partir de ahí lo convirtió en Arte. Como respondió Orson Welles, gracias a escenas como ésta, mis tres directores favoritos son John Ford, Joh Ford y John Ford.